Capítulo 4 - Sigue el caminito de migas

​2:35 a.m.
Sonó en su intraauricular del canal auditivo una notificación aguda y chirriante, Mia Mayer se despertó sobre su escritorio de la redacción del periódico con un sobresalto. Era el desagradable sonido que tenía asignado a los mensajes y llamadas que no podían esperar.

​Se había quedado dormida sobre su desastrado escrito del Quiet Bay Post, un vertedero de envases vacios de comida china tapando los monitores, papeles arrugados y soportes de memoria encriptados de todo tipo, de esos que ya casi nadie usaba desde la llegada de los servicios universales gratuitos de almacenamiento en la Nube Ciudadana.
 
Todas sus cosas tenían un aspecto indescriptiblemente sucio y desvencijado, excepto un unicornio rosa de peluche con un collar de cuero y tachuelas en la esquina de la mesa junto a un viejo teclado mecánico blanco, regalo de sus padres tras graduarse en la facultad de periodismo.
 
El remitente era claramente falso: “Servicio de limpieza de moquetas Elon” pero no el mensaje
 
“Su amigo se dirige con dos jovencitas hacía las calles de la entrada norte al barrio rojo, creo que el club tiene la entrada en el almacén de pescado “cultivado” que clausuraron en la calle Kurts hace un mes. Llegará a las 3 de la madruga.
 Suerte, espero que encuentre allí lo que busca pero tenga mucho cuidado, no es como grabar a funcionarios corruptos bebiendo sake junto a la Yakuza, no sea estúpida”
 
-Demasiado tarde, mi segundo apellido es estúpida, el primero curiosa.- Apagó el mensaje de la lentilla, miró un instante a su alrededor y se masajeó un poco la cara  medio dormida, buscó a tientas una botella de agua debajo del escritorio y dio un trago.
 
El gigantesco local estaba prácticamente vacío y apenas sin luz, exceptuando los cientos de diminutos puntos brillantes emitidos por los diferentes equipos de los escritorios lo cual, permitía cubrir todo el local por un manto multicolor procedente por los millones de luces de la ciudad que se filtraban a través de las grandes cristaleras.
 
Durante un momento volvió a mirar a su alrededor, al fondo solo había un robot de limpieza dando vueltas entre las mesas para adecentar la moqueta y dos técnicos encargados de controlar el buen funcionamiento de las IAs encargadas de la redacción y publicación de las últimas noticias de agencia. Echaba de menos los antiguos tiempos de su padre, cuando los periódicos a esas horas bullían con los redactores estresados de arriba abajo intentando que las noticias estuviesen listas antes del cierre de la edición. -Todo eso ha desaparecido, soy un dinosaurio somnoliento que no sabe lo cerca que está de acabar sumergido en la brea- pensó.
 
Ya solo quedaban cuatro periodistas de investigación en su periódico y si no conseguía pronto una buena portada es probable que ella fuese también sustituida por una IA barata programada en Italia, una de esas capaz de incluir las palabras “sangre, violencia y sexo” hasta en una noticia de la sección económica sobre la bajada de precios del acero inoxidable austenítico al por mayor.
 
Pero su despido no sería hoy, tenía una buena exclusiva entre manos, el “amigo” en cuestión era León Kemper el concejal de distrito al cargo de la cartera de sanidad y según los rumores su nivel de psicopatía superaba ampliamente la media general en los cargos políticos de aquella ciudad.
 
Había sido ya denunciado varias veces por violencia conyugal y usar sin permiso sistemas de inmersión virtual para hacer sádicas sesiones de tortura a prostitutas de alto standing a las que contrataba para esos juegos de simulación. Pero con un acuerdo económico de por medio con aquellas pobres chicas y una actividad bastante común entre la mayor parte de los indeseables de Quiet Bay –muchos votantes, por cierto- era difícil que aquello le importara a nadie. Pero había dado un paso más.
 
Incluso en una simulación en el mundo virtual, por real y vívida que sea, si tu cerebro es consciente de ello, por mucho que duela sabes que no es real y terminará antes o después. Así que el siguiente paso de aquellos tipos siempre era asegurarse de que sus víctimas supiesen que “realmente” iban a morir y grabar en un scanner cuántico de actividad cerebral aquellas angustiosas sesiones para poder “saborearlas” después en los propios simuladores.
 
Aquellas grabaciones “snuff” circulaban en el mercado negro a precio de oro, pero no dejaban de ser repeticiones de algo pasado, unas sensaciones ya perdidas en algún lugar olvidado por el vector espacio-tiempo. Pero el problema es que todo psicópata necesita experimentar su poder “real” y aquel tipo tenía mucho poder.
 
En los últimos meses habían desaparecido casi una docena de jóvenes de los barrios más pobres, nada inusual ya que con el uso de inhibidores resultaba sencillo bloquear la señal de rastreo de los biosensores implantados desde poco después del nacimiento recorriendo el cuerpo y monitorizando nuestras constantes.
 
Lo que resultaba más extraño es que los cuerpos no volviesen a aparecer, cuando un criminal terminaba con su víctima lo normal era que se encontrase a esta en algún lugar más tarde, aunque fuese calcinado o descuartizado, en algún callejón o vertedero de QB  y los sensores volviesen a marcar su posición resguardados de toda adversidad en algún órgano resistente como el corazón o los huesos.
 
Por supuesto podían incinerarlo completamente pero ¿Por qué tomarse tantas molestias? La policía tampoco es que fuese a dedicar muchas horas extras a resolver la muerte del hijo de unos desgraciados que sea había fugado a las calles del barrio rojo.
 
Pocas personas tenían los medios y los antecedentes para ser sospechosos de semejantes actos, pero Kemper sobresalía como una cereza encima de un plato de queso fresco con miel. Se había corrido la voz de que pagaba bien por sesiones de RV con menores, pero parece ser que nunca regresaban y el rumor hacía semanas que se había filtrado por las juntas de ese defectuoso motor que era QB hasta los oídos de Mía.
 
Poder desactivar las señal de los bio sensores, torturar a alguien, escanear su cerebro y hacerle desaparecer después sin dejar rastro exigía planificación, dinero, acceso a tecnología muy especial y seguridad de la buena. Solo alguien con una voluntad firme podría organizar semejante atrocidad tantas veces sin dejar rastro, y ese alguien era Kemper. 
 
Mia bajó al sótano y se montó en su vieja Aprilia 999 modificada con un motor eléctrico Tesla de 200 caballos y pila de hidrógeno autoregenerable. Le había añadido un desactivador secreto del sonido artificial de motor y del bloqueador de la auto maniobrabilidad forzada los cuales, junto a un inhibidor de localización que podía activar a voluntad si las cosas se ponían feas saltarse cualquier señal de tráfico y escapar por cualquier recoveco a 280 Km/h.
 
Llegaría al viejo almacén en quince minutos, justo a tiempo para que la mosca se posara sobre la cereza.

​© Belén Higueras – J.F. Alonso