Se invirtieron ingentes recursos en intentar poder traspasar las barreras dimensionales, pero saber de la existencia de otros universos y haber podido contactar con ellos no era lo mismo qué poder pasar físicamente a otras realidades. Una cosa era trasladar información y otra "conciencia" o seres vivos, pues las reglas físicas que rigen un universo son completamente diferentes en otro y si bien se puede intercambiar información, poder trasladar formas de materia viva era algo prácticamente imposible según las leyes físicas conocidas.
Así que a medida pasaban los siglos las civilizaciones escapaban a los extremos del universo con la vana esperanza de conseguir salvar sus existencias de la nada absoluta. Aquel colosal monstruo crecía y crecía, pero no era una muerte dulce, la gravedad producida por aquel ente transformaba la muerte de los planetas en una lenta agonía, alterando poco a poco las órbitas de galaxias, estrellas y planetas. El equilibrio de la vida es algo muy delicado, pequeñas variaciones en la órbita de un planeta altera sus estaciones, su atmósfera y supone rápidamente el fin de la vida. Muchos siglos antes de abalanzarse al monstruo, aquellas masas eran áridas y frías tumbas sin nada en su superficie, flotando muertas en el espacio. Las civilizaciones más avanzadas pudieron salvaguardar durante un tiempo las masas de sus planetas originarios con gigantescas estructuras protectoras antes de quedar carbonizados por alguna estrella, helados en medio de la nada o desintegrarse en alguna colisión. Hacía el final de cada sistema solar todo era de una oscura belleza, una magna tragedia donde millones de historias hubiesen contado las actitudes heroicas de vidas haciendo lo imposible por ayudar a sobrevivir a otras. Los soles desgarrados cambiaban sus trayectoria, largas colas de hidrógeno ardiente en fusión se dirigían hacia el campo gravitacional que emitía el devorador de mundos, los repentinos cambios de órbita en los planetas acostumbrados a viajar por perfectos vectores a miles de kilómetros por hora resultarían incluso entretenidos de observar como un espectáculo divertido para algún dios ocioso ya cansado de su creación. Las cortezas vivas quedaban arrasadas muchos siglos antes de su aceleración final, dentro de aquel espacio oscuro ya no quedaba nada que matar, todo estaba desintegrado, aplastado, reducido a átomos entremezclados y recombinados, ninguna esperanza de vida se podía atisbar mucho tiempo antes de ser engullido. Poco a poco, las civilizaciones que sobrevivían en los confines de aquel universo, se refugiaban en los últimos planetas conocidos mientras comenzaron a comprender qué en pocos siglos todo desaparecería Al igual que hormigas sorprendidas por un incendio, que viven dentro de un tronco, las civilizaciones intentan aferrarse a la vida juntas y agrupadas esperando en una esquina del leño que la fuerza destructora las devorara aterradas y quietas en el extremo, sin posible escapatoria. Para aquellas civilizaciones con millones de años de historia y cultura no cabía esperanza en un Dios salvador, conocían casi perfectamente la naturaleza del universo y de existir, ya debería haber hecho algo para salvar algunas de las civilizaciones mas pacificas y bellas conocidas desde el inicio de la creación. Pero no hubo piedad, lo más parecido a un Dios que ninguna civilización había conocido era aquello y casi todas ya habían desaparecido, dentro de poco ni siquiera existiría ninguna memoria que las recordase. Poco a poco las rencillas entre las distintas civilizaciones que sobrevivían viajando por el vasto cosmos fueron desapareciendo a medida que los interminables traslados de millones de civilizaciones se fueron transformándose en tan solo miles, que acarreaban lo que habían podido salvar de todas ellas. El último cobijo Con el paso de los siglos el eterno éxodo llegaba a su fin, la ciencia avanzó hasta donde era posible, el único problema común para resolver era salvar al menos el recuerdo de aquel universo y trasladarlo a algún lugar seguro dónde la memoria de todo aquello no se perdiera, porque ya nadie dudaba que la vida llegaría a su fin Durante eones, una estrella perdida, ahora rebautizada como “El último cobijo”, en una esquina del universo tardía en el conocimiento y con un sol ya anciano, ardiendo desde casi el comienzo de la expansión, cobijaba una de las pocos planetas que había albergado vida desde hacía millones de años, a su alrededor, naves de tamaños de lunas se arropaban al calor de su extenuado astro. Las mentes de todas aquellas criaturas, reunidas alrededor de su último puerto de amare alejado del mortal efecto gravitatorio del malvado Dios, comenzaron a estudiar la manera de construir portales que les permitieran trasladar memoria y materia a otros universos. Era un problema casi imposible de resolver porque cada universo tenía sus propias leyes físicas y propiedades para las partículas que conformaban la materia o la energía, así que intentar llegar a otro universo, no solo era imposible, si no que carecía de sentido lógico, puesto que ajenos a sus leyes físicas, serían como meros fantasmas, flotando en una nada imperceptible para ellos. Pero ante el inminente final comenzaron a desarrollar tecnologías tan avanzadas como para introducir sus conciencias en máquinas que pudieran preservarlas y poder a su vez alterar la naturaleza física de las propias partículas que componían esos ingenios para asimilarlas con los universos de destino sin perder la conciencia, lo que todavía antiguas civilizaciones llamaban “alma”. A esas máquinas las llamaron: Intercambiadores. Los comentarios están cerrados.
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