Capítulo 6 - Un faro en la noche

En el año 2030 un súbito aliento hacía volver a respirar al planeta. No había suficiente champagne en las resecas campiñas francesas para regar el ego de aquellos empresarios que habían conseguido en un tiempo récord ganar la carrera por la fusión nuclear (quizás era mejor no mencionar entre copa y copa la procedencia de esa tecnología y arruinar un brebaje tan caro).

En resumidas cuentas habían conseguido un cóctel con haces laser, rayos X e iones pesados acelerados capaz de elevar la temperatura hasta cualquier punto imaginable. Luego un avanzado confinamiento se encargaba del resto.
 
Este sencillamente consiste en conseguir que un poco de deuterio-tritio alcance las condiciones necesarias para producir la fusión nuclear dotando a esos átomos de combustible de suficiente energía para hacerlos mover tan rápido que los choques les permita vencer la barrera de Coulomb y generar una reacción nuclear de fusión.
 
La tecnología de campos magnéticos era brillante, podían aislar en el vacío infernal grandes cantidades de plasma a varios millones de grados, separar los componentes en complejos laberintos de campos magnéticos y hasta producir partículas de antimateria fácilmente aislables para almacenar el preciado combustible del futuro.
 
Todo en una misma instalación y a unos costes que avergonzaban a los investigadores del ITER ahora pobres desgraciados sin trabajo y mucho sobre lo que reflexionar.
 
Pero algo salió mal un día, muy mal.
 
El complejo sistema de confinamiento magnético que hacía palidecer al Tokamak era capaz sin problemas de cumplir su función: mantener retenido un plasma de deuterio y tritio con densidad y temperatura elevadas durante un tiempo suficiente para que se cumpla la condición de ignición del plasma, para a continuación mantenerlo a la temperatura que hiciese falta con las partículas alfa generadas por la reacción de fusión.
 
Durante una prueba, por algún error que se desconoce todavía, átomos ya fusionados de antimateria regresaron al ciclo del reactor generando la mayor explosión de energía jamás registrada y niveles de temperatura tan altos que ningún aparato de medición pudo medir.
 
Pero parecía que no sería peligroso, el sistema estaba diseñado para poder confinar aquella brutal descarga de energía dentro de las instalaciones sin ningún problema,  estaba diseñado para aislar cualquier carga de energía, por alta que fuese.
 
El incidente solo duro unos cegadores minutos de miedo y pánico hasta que los niveles de temperatura y distribución de energía regresaron a la normalidad, tras las siguientes horas, los científicos e ingenieros sintieron una especial euforia por la belleza de ingeniería que había sido capaz de aislar más energía de la que jamás se había producido en el más brillante de los soles.
 
Lo que ellos no sabían era que habían calentado el tejido espacio temporal hasta quemarlo. Habían roto la resistente membrana que acoge nuestro universo, rasgando las leyes que lo rigen todo.
 
El contacto entre la materia y “algo” que no cumplía las leyes físicas fue brutal. Como si de una cabina presurizada se tratase, miles de toneladas de material y cuerpos fueron de repente absorbidos por el centro de la brecha que los pulverizó inmediatamente y los escupió en forma de partículas subatómicas y energía en todas las variantes conocidas y desconocidas inimaginables.
 
Una herida que apenas medía unos nanómetros, un fulgor instantáneo de energía en la invisible nada del multiverso, pero suficientemente grande para que la onda gravitacional fuese detectada, una especie de faro en el oscuro mar interdimensional capaz de ser divisado por cualquier navegante.
 
Y fue divisado.
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Era todo lo que necesitaban  civilizaciones de otros universos (y del nuestro propio) para llegar hasta aquí, solo precisaban para ello que su tecnología pudiese generar un agujero de gusano apuntando a las coordenadas de nuestra brecha espacio temporal. Algo que conseguían con energía, mucha energía.
 
Por desgracia las leyes del universo cuántico impiden determinar con precisión el punto de origen y los navegantes  transformaron la tierra poco a poco en un queso de gruyere en su intento por llegar aquí abriendo puertas por todo el planeta.
 
Eso si tenían suerte, porque muchos desgraciados acabaron abriendo portales en mitad del espacio vacío o desintegrados por las demenciales condiciones del viaje dentro de un agujero de gusano.
 
Solo había una razón para intentar llegar a este aislado y miserable planeta, la única razón para realizar un viaje a eones de dónde has nacido, sin posible billete de retorno y jugándote la vida: La desesperación.
 
Bueno, si somos precisos dos razones, pero la segunda solo la conocía el Devorador de Universos y ahora ya había sacado un billete para su próximo destino.

​© Belén Higueras – J.F. Alonso