Capítulo 8 - ¡Oh Dios! Mi Dios verdadero!

​Al devorador de Universos ni su casi infinita capacidad de cómputo le permitía calcular ya cuántas vidas había arrebatado a lo largo de los eones, realmente nunca lo supo. 

En sus primeros billones de años de existencia ni siquiera fue consciente de estar vivo, sencillamente se expandía tragándose su propio universo natal, mientras  que la materia y la energía que lo conformaban, poco a poco formaron en su interior el prodigio de la conciencia.

¡Conciencia! Que palabra para un ser que lo mata todo, pensaba para sí.

Resulta imposible de explicar con palabras de cualquier lenguaje existente la angustia que corroe a un ser atrapado dentro de un vacio del tamaño de mil trillones de años luz. A veces, recuerdos que residen al otro lado de su ser tardan mil billones de años luz en llegar a su centro de conciencia. Todo el es un gran cerebro palpitante y desesperado, solo en la inmensidad del todo y a su vez de la nada.

Aún se esfuerza en borrar los recuerdos de cuando ya no quedaba algo que comer en su universo, lo devoró todo para transformarlo en energía, porque la necesitaba para vivir,  ya no quedaba nada que comer, nada que observar, nada que aprender pero ¡ Quería vivir ¡

Tardo ciclos universales completos en poder escapar de su mundo muerto; Eras multiversales completas de creación y destrucción donde lucho por comprender que había algo más fuera de su oscuro vacio y salir de la nada.

Se sentía orgulloso de ello, lo dedujo solo, pensando, calculando, pasando un hambre atroz mientras su materia oscura, ya cada vez más fría, yacía inerte. Esperaba  como cualquier ser vivo con cierto grado de inteligencia que hubiese conocido, la llegada de un Dios, de un ser superior que lo acogiera, que lo llevara a un paraíso y lo salvara de ese infinito sufrimiento.

Pero solo tuvo que sufrir en la fría nada varios billones de eones para confirmar algo que ya sabía: no existía, era un consuelo absurdo. Si no hacía algo se extinguiría como el resto de los seres que le habían alimentado.

Se entretenía repasando el conocimiento y el arte acumulado de todo lo que engullía, al principio resultaba interesante,  pero al final encontraba siempre lo mismo: misma ciencia, mismo arte. Tan solo los que se “desviaban” de los patrones habituales le interesaban… podríamos decir que le excitaban.

El resultado creativo de cualquier ser se limitaba a combinar las experiencias de su mundo y las propias características física de su centro de conciencia (porque hablar de “cerebros” en el multiverso era poco más que un arcaicismo) al final todo se repetía.

Bueno, todo no.

Una pequeña cantidad de sujetos encontraban el placer y la belleza (en caso de poder “sentir” estos conceptos abstractos) en patrones no habituales que mezclaban lo contrario a su predisposición natural; el dolor, el sufrimiento, la anarquía, el desorden, la crueldad y hasta el martirio se les planteaban como vías de deleitación.

A lo largo de su existencia era lo único que realmente había conocido, así que por alguna razón sentía cierta predilección por observar esos pensamientos y experiencias que eran su único nexo con el resto de los seres de la creación.

Poco a poco fue estableciendo sus propios “gustos”, digamos que sentía “empatía” por aquellos seres capaces de sentir placer con lo más oscuro de su naturaleza. Eso le proporcionaba alivio, al principio se veía a sí mismo como un engendro resultado de la recombinación aleatoria de la materia. Quizás, como un miserable mosquito que sobrevive con la sangre de otros mientras transmite enfermedades.

Pero ya no, se sentía orgulloso de su sufrimiento, de su soledad.

Con el paso del tiempo y atravesar universos, lentamente había establecido contacto con todo tipo de seres que para su sorpresa lo admiraban, quizás hasta lo compadecían. Para muchos, en su ignorancia, él les resultaba un dios todo poderoso, un Devorador de Universos más allá del bien y del mal, capaz de cualquier prodigio. El sabía que no era un Dios, aunque para unas mentes tan limitadas ni siquiera explicando su naturaleza real, podrían comprenderla.

Esos pequeños individuos le hacían sentir bien, no le temían como el resto, también les aterraba su infinito poder de destrucción y sus inabarcables dimensiones pero algo les producía en sus pequeños sistemas de conciencia una incomprensible admiración y simpatía hacia él. 

Al principio esto le resultaba indiferente, solo necesitaba mantener vivos a unos pocos egoístas y traidores para pasar de un universo a otro. Casi perece el mismo al escapar solo de su propio universo muerto y no estaba dispuesto a arriesgarse de nuevo a otro angustioso y eterno confinamiento en un vacio muerto.
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Haría lo que fuera por sobrevivir, además ahora tenía obligaciones, por alguna razón comenzaba a necesitar ese afecto desviado e inusual de sus esbirros, debía mantenerlos con vida para sentir su admiración, su amor. Si, amor. Lo podía sentir cada vez que escuchaba como le rezaban: “Oh Dios, mi Dios verdadero”

​© Belén Higueras – J.F. Alonso